Proyectar un dibujo en loop sobre una piedra, pintar otra de azul, trazar líneas o puntos sobre un papel, grabar el recorrido de una hormiga y, de una manera más evidente, jugar con un tubo de neón son las acciones que realiza Ramón González Palazón. Se trata de formas de escribir con luz, de pensar la escritura como inherente a la luz. Lo que sucede gracias a ella es el signo, un efecto, “la huella de un cuerpo sobre otro” como diría Deleuze parafraseando a Spinoza. El signo tiene que ser visto en algún lugar posible, el nuestro, mayormente repleto de cuerpos opacos. Dejemos a un lado los escaparates y los espejos, el estanque de Narciso y las planchas transparentes de metacrilato. Sigamos con los cuerpos opacos que van en gradación de color hasta los cuerpos negros que, según Descartes, se llaman así porque su color es común con el de las tinieblas. Afectar a un cuerpo, escribir un signo sobre él, iluminarlo, es una cuestión de ángulo, de un ángulo que se haya hecho tan agudo “que ya no haya ángulo, sino una línea a través de la cual dos cuerpos visibles opuestos pueden encontrarse el uno a la vista del otro sin que el cuerpo intermedio pueda impedirlo en punto alguno”. Estas palabras de Giordano Bruno nos llevan al movimiento erótico de la luz. Sucede que en este lugar en el que vivimos, especie de caverna, se requiere la voluntad, cada cual según su alegría, para iluminar a los cuerpos opacos, para ver las sombras que son cuerpos iluminados, para caminar en la penumbra eligiendo el ángulo adecuado al encuentro del otro cuerpo. Los cuerpos se escriben unos a otros y a sí mismos con luz porque quieren ser visibles en este tránsito perpetuo, aunque sea efímeramente. “Así pasamos, como un soplo de brisa azul sobre la piedra”, decía José Hierro. En otro lugar donde nuestros ojos tuvieran luz o pudiéramos ver entre las tinieblas como los gatos, o hubiera un resplandor que alumbrara todo en todos los ángulos al mismo tiempo, no habría necesidad de escritura y tendríamos que inventar otra palabra que no fuera “vida” para la existencia en una hoja en blanco.
Teresa Calbo